High-Rise - Adaptación cinematográfica de la novela de J.G. Ballard - La condición humana en un rascacielos.



Es difícil concebir una sociedad libre de clases y niveles sociales. Pues ¿qué tal si extrapolamos esas diferencias a una micro sociedad dentro de un edificio?

Ben Wheatly lleva a la gran pantalla en 'High-Rise' la novela 'Rascacielos' de J.G. Ballard de 1975. Wheatly sitúa la trama en la década de los ’70 en un Londres ficticio, con una estética muy depurada, entre futurista y retro, jugando con estilos ambientales ambiguos que no permiten enmarcar claramente el espacio-tiempo. Algo muy similar a lo que ya David Cronenberg hizo con su film 'Shiver'. El actor Tom Hiddleston encabeza el reparto de la película al que se suman Sienna Miller, Jeremy Irons, Luke Evans, Elisabeth Moss, James Purefoy, Keeley Hawes, Reece Shearsmith, Peter Ferdinando, Sienna Guillory, Stacy Martin, Enzo Cilenti, Augustus Prew, Tony Way y Dan Renton Skinner.

Las primeras imágenes de la película pueden dejar bastante desconcertado al espectador; pero no se levanten todavía. Sólo se trata de un impactante flashforward; un preludio que se permite Wheatly y que nos muestra un pequeño adelanto de cómo resultará el desenlace de esta historia. Una golosina para inquietos y curiosos –no demasiado escrupulosos con la miseria humana- que se podrá saborear durante toda la película.


Laing (Tom Hiddleston) es un joven cirujano neurológico, con una vida ordenada y algo monótona que se traslada a una vivienda de nueva construcción, de corte monolítico y de estilo brutalista, apartada de la vorágine de la gran ciudad. Su propósito es llevar una vida tranquila y  solitaria, movido hacia un pequeño ostracismo tras la muerte de su hermana.

Al poco tiempo de instalarse en su nuevo apartamento, comienza –tanto el espectador como el propio Laing- a darse cuenta de que no se trata de un edifico al uso. Se trata de una micro sociedad “metida” dentro de ese gran rascacielos de 40 pisos. Vecindad en la que conviven diferente clases sociales marcadas metafóricamente por los distintos pisos, estando las clases más bajas en los primeros –familias con hipotecas, endeudadas y sin refinamiento-, y las más altas en los superiores, -donde reinan el snobismo y la opulencia- llegando en última instancia al ático, donde habita el arquitecto del edificio, Anthony Real. Este demiurgo que observa desde su “Torre de Marfil” cómo se va desmoronando su “pequeña sociedad”, lo encarna un fantástico, elegante, sofisticado e idealista, aunque también algo histriónico, Jeremy Irons.

El gran tótem, está dotado de todo tipo de comodidades y necesidades, preparado para poder mantener una perfecta armonía vecinal, sin necesidad de salir de propio edificio, hasta el punto de contar con un supermercado, una piscina, bar, incluso un colegio. Pero pronto esta aparente comunidad ideal, regida por esa jerarquía social y económica comienza a agrietarse de manera atroz. Empieza a haber problemas con el suministro de electricidad –afectando por supuesto primero a los pisos inferiores-, el uso de zonas comunes es cada vez más goloso y en el supermercado se acaban las existencias: la lucha de clases e intereses está servida. Durante los tres meses en los que transcurre la historia, desde que se trasladan al rascacielos hasta su autoaniquilación como sistema, los inquilinos experimentan una interrelación que estará marcada por esa diferenciación de estatus donde pasarán por diferentes etapas personales y sociales, y que terminará en una guerra de supervivencia.

Mientras tanto, el arquitecto o “creador” de toda esta puesta en escena parece esperar, como si de un experimento sociológico se tratase, a ver cómo devienen las cosas, sin importar las consecuencias que supondrá. Podríamos crearnos la imagen mental de ‘Real’ con un cronómetro en la mano, esperando a ver cuánto tarda este nuevo intento de sociedad ideal, todo ese aparente perfecto engranaje en autodestruirse, de manera inevitable.

No nos olvidemos de que se trata de una obra de ciencia ficción, lo que justifica que en ningún momento se planteen salir del edificio para comprar comida, o no intervengan las autoridades, por ejemplo.


Wheatly ha conseguido de manera magistral transmitir a lo largo de la película esa progresiva sensación de angustia y agobio, de ansiedad, capaz de absorber absolutamente al espectador en la historia y meterlo entre esas asfixiantes paredes.

No obstante 'High-Rise' tiene un tono general que se puede ver como “humor negro”, recordando a la brutalidad de algunos sketches del grupo cómico Monty Python. Incluso en el sentido metafórico de algunas de sus piezas como la introducción de la película 'El sentido de la vida', en la que aquellos viejos oficinistas tiraban por la borda a la nueva generación de voraces y agresivos neocapitalistas. Esa línea entre lo anecdótico y humorístico pero con profundo trasfondo social y de denuncia. Este humor negro deja paso a lo largo del filme a unas situaciones cada vez más ácidas e incluso llegando a la crueldad y salvajismo.

La estética retro-futurista, acompañada de la música de Clint Mansell, es uno de los pilares de 'High-Rise', por no hablar de una impecable fotografía llevada a cabo por Laurie Rose. Resulta fácil imaginar a genios como Greenaway o Kubrick con este proyecto, en ese rascacielos “ideal”, de ambiente futurista e irreal, que a su vez muestra un ambiente minimalista, pero que se impregna después de exceso y barroquismo. Todo ello mostrado bajo la calma, en una semiausencia y aparente “pasotismo” de su protagonista, Laing, que mediante su voz en off (excelente y hipnótica voz de Hiddleston, con su perfecto acento británico) nos adentra en su historia, poco a poco, con escasez de palabras ni sobreexplicaciones. Guion, por cierto, encomendado a la esposa del director, Amy Jump.


Resulta curioso que el creador del proyecto concebido, cual genio loco, lo viese como “un crisol para el cambio”, puesto que como se puede ver, poco han cambiado las cosas desde 1975 que se escribió la novela, y poco parece que vaya a cambiar por el momento. ¿Se trata de una concepción completamente visionaria, y Ballard un fantástico oráculo? ¿O verdaderamente el proceso de creación-destrucción y comportamiento depredador hacia el propio ser humano –más en la sociedad del capitalismo e individualismo- está impregnado en nuestro ADN como sociedad? Curioso debate sobre la disfunción social que podríamos dejar, una vez más, en las manos de Hobbes y Rousseau.

Varios debates se pueden extraer de esta puesta en escena, de esta compleja relación social, de esta “guerra” de clases, que tienden a desaparecer cuando los cheques o el modelo del coche poco sirve en el interior de esas cuatro paredes.

Diversas conclusiones se permiten sacar de esta “no-historia”, todas a gusto del consumidor. Porque Whitley parece querer mostrar en su obra unos hechos, expuestos tal y como ocurrieron, sin posicionamientos ni “buenos  y malos”; sin tendencia a marcar al espectador de qué parte ha de ponerse ni qué es lo que debe pensar. Algo loable en esta industria del antiguo celuloide.

Aviso navegantes: abstenerse escrupulosos y mojigatos con reticencias en escenas subidas de tono, en general.


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